Ya casi llevo tres meses viviendo en una caravana y está siendo una experiencia increíble (puedes ver cositas al respecto en mi cuenta de Instagram, si te apetece). No sé cuánto tiempo durará esta experiencia (aunque por la cuenta que me trae aún me tengo que quedar bastante tiempo aquí) pero, al fin, la estoy disfrutando muchísimo. Aunque es cierto que no todo ha sido coser y cantar y he tenido momentos realmente difíciles. Toda esa maraña de sentimientos es lo que quiero contarte en este post (si quieres ver la parte práctica, no te pierdas mi anterior post).

El frenesí de los inicios

Lo llamo frenesí porque cuando me mudé aquí estaba realmente extasiada. Había dejado mi trabajo y mi piso para vivir, por fin, la vida que siempre había querido. Desde pequeñita había soñado con vivir en el campo y tener un pedacito de terreno donde mis perros corrieran (siempre supe que tendría perros) y yo pudiera montar un huerto y ver los árboles crecer. Nunca había pensado que sería en una caravana, pero la verdad es que estoy realmente feliz con esa decisión. Al fin tenía todo eso y la felicidad salía a borbotones por mis poros.

Por fin volvía a estar cerca de mi madre, mis hermanas (menos la pequeña que no vive aquí) y mis sobrinas, a las que echaba tanto de menos ya que, por culpa del Covid-19 llevaba tiempo sin poder ver. Además, mi pareja (que, por si no lo sabes, no se ha podido mudar aquí conmigo, sino que sigue en Barcelona) estaba de vacaciones y podía estar conmigo algunas semanas. Lo tenía todo, vamos.

Añádele la ilusión de pintar la caravana, dejarlo todo a mi gusto (es la primera vez que mi vivienda es realmente mía), poner placas solares, fabricar un wc seco y un calentador de agua solar…al fin estaba consiguiendo la vida sostenible que siempre había querido.

Además era verano, teníamos una piscina pequeña pero apañada, los días eran largos y calurosos (a veces demasiado) y apetecía mucho pasar tiempo fuera y reunirse con la familia para comer. Era todo perfecto.

Una bofetada de realidad

Pero no todo iba a ser perfecto, claro está. Mi chico comenzó los estudios y empezó a poder venir solo los fines de semana, y no todos. Después de 7 años juntos, viviendo juntos, viéndonos a diario, me resultó bastante duro ese cambio tan brusco. Aunque hablamos a diario, obviamente no es lo mismo.

El hecho de no tener coche me impide poder moverme con libertad. El pueblo está a más de 1 hora andando y no es que apetezca ir a darse una vuelta. Además, Samba, mi perra, es una escapista, y no puedo dejarla suelta en el terreno porque podría perfectamente saltar la valla (no sería la primera vez), así que he tenido que instalar perreras (que son casi más grandes que la caravana) para quedarme tranquila y saber que los peques no se escaparán. Además, tengo la carretera nacional a 300 metros y sería muy peligroso. Así que esto me ha tenido prácticamente «encerrada» en el terreno. Si he salido, ha tenido con los perros.

Aquí hace mucho viento. Va a temporadas, pero cuando pega, pega muy fuerte y varios día seguidos. Hace poco hubo 6 días en los que el viento no paró de soplar ni un segundo. Rachas de 50km/hora mínimo. Eso en una casa vale, pero en una caravana, pues te puedes imaginar el marrón. El avancé se mueve por muy bien anclado que esté (hubo un día que se desmontó enterito), la chapa del techo de la caravana hace mucho ruido (como si la estuvieran golpeando), la caravana entera se mueve, la claraboya se fue volando, el wifi a tomar por saco, los sillones para arriba y para abajo dando vueltas…en fin, algo bastante pesado…sobretodo cuando te tiras 6 noches sin apenas poder dormir.

Con toda esta perspectiva yo estaba bastante desganada para trabajar y tuve varios días en los que solo me apetecía evadirme de la realidad y ver Netflix todo el puñetero día, solo quería que pasaran los días para que el viento dejara de soplar y volver a ver a mi chico.

Hasta que fui consciente de que llegaba el invierno, de que el viento iba a soplar aún más, de que a mi chico le quedaban mínimo 2 años de estudio y de que yo estaba ahí porque yo lo había decidido y tenía que ser consecuente con ello. Necesitaba cambiar el chip.

Encontrando el equilibrio

Me dije que ya bastaba de autocompadecerme, que al fin tenía lo que siempre había querido y que tenía que encontrar la forma de disfrutarlo. ¡Tenía mucha suerte!

Así que empecé a enfocarme en el trabajo, en mi proyecto, en esa semillita que había plantado meses atrás y que tenía que florecer para poder seguir con esta vida. Así que empecé a organizar mis tareas para sacar Viviendo sostenible adelante, a pensar nuevas ideas, a ponerme horarios para dejar de procrastinar y a volver a sacar esa Laia productiva y entusiasta que disfruta tantísimo de hacer las cosas que le gustan.

Tampoco quería volverme una adicta (a veces me enfoco tanto que me olvido del resto), así que también me puse horarios para leer, ver algún capítulo de alguna serie que me guste o alguna peli, ir a dar un largo paseo con los peques y quedar con mi familia para comer o pasar una tarde divertida.

Al fin estoy a gusto de verdad, disfrutando del trabajo cuando trabajo, de la familia cuando viene a visitarme, de mi chico cuando está aquí, de la naturaleza cuando me permito observarla (cosa que tengo que hacer más a menudo). Y sí, ya no me siento culpable por ver alguna peli o capítulo de alguna serie porque cuando lo hago mi trabajo ya ha terminado.

He encontrado el equilibrio. Sé que seguiré teniendo días malos, por supuesto, pero ya no serán tantos. Me estoy permitiendo tenerlos, me estoy permitiendo saber qué es vivir en la naturaleza, un poco a merced de las inclemencias del tiempo, sabiendo que aún tengo cosas que mejorar. Peor también me estoy permitiendo disfrutar. Creo que estoy en el mejor lugar en el que podría estar. Estoy en paz.